A s u j a u l a e n e l z o o l ó g i c o

© Vera Boldt

Kobda Rocha

Una vez un león se escapó del zoológico y, por pura casualidad, se encontró de frente con un niño de once años. Al verlo suelto, el niño echó a correr. Detrás suyo, el león rugió lento, débil y sumiso; sin embargo, como era la primera vez que escuchaba el rugido vivo de un león, el niño siguió corriendo asustadísimo. El león no podía alcanzarlo porque era un tercera generación nacido enjaulado sin necesidad jamás de movimiento alguno y, aunque alguna vez en su juventud pudo haber tenido un instinto latente de ferocidad, ahora estaba ya demasiado anciano como para igualar la velocidad de un onceañero deportista hiperdesarrollado por las exigencias motivacionales de su padre, su entrenador y sus rivales, además de sumarse a ello el extra nitro que le proporcionaban la adrenalina y el temor de ser perseguido por un león. Así, el niño corrió tanto y tan rápido que pronto el león lo perdió de vista. Fatigado física y moralmente por corretear al niño sin poder alcanzarlo, el león cayó rendido a mitad del paso peatonal.

Pasaron los años y el león jamás se repuso de tal humillación. Sigue tendido por ahí, descansando insatisfecho, multando a conductores irresponsables que se pasan un alto, legislando reformas a la constitución, alimentándose de los ingenuos que se le acercan con incauta ternura, y evitando audazmente pagar sus contribuciones al zoológico. De vez en cuando recuerda con nostalgia las historias que su abuelo le contaba sobre sus antepasados salvajes, sobre cómo solían ser reyes de toda la selva, sobre cómo podían dominar a cualquier especie con un solo zarpazo, y entonces suelta un rugido largo para demostrar la supremacía de su linaje pero ya nadie se lo cree, todos piensan que está bostezando, aunque tampoco nadie se atreve a regresarlo a su jaula en el zoológico.

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