Crisóforo Malacate

© Olga David

Mariana Muñoz

Para el maestro Crisóforo Malacate, en paz descanse, su esposa doña Carmen, sus hijos Zeúz y Ayax Malacate.

—Usted es un emisario del diablo —dijo Marcelino, quien era un hombre importante del pueblo a Crisóforo Malacate, joven maestro recién egresado de La Escuela Normal Superior de Maestros.

—No don Marcelino, el conocimiento no es obra del demonio sino de Dios —respondió Crisóforo, temiendo que sus palabras no fueran convincentes.

—Será el sereno, pero la gente no lo quiere aquí.

—Pues el maestro se queda, son órdenes del presidente municipal, así que más les vale que se porten bien con él —dijo contundente don Pablo.

Crisóforo tomó sus maletas sintiéndose incómodo, resignado a tener que soportar el rechazo y hostilidad de los habitantes de Zitlala, pueblo situado en la sierra de Guerrero.

Acompañado de don Pablo fue conducido a su nuevo hogar, un una casa hecha de lodo y palma llamada “bajareque”, que estaba a las orilla del pueblo; durante la noche Crisóforo meditó sobre el éxito de su misión y cómo haría para lograrlo; concluyó que él pondría todo de su parte y así las cosas fun- cionarían.

A la mañana siguiente, la gente del pueblo lo es- peraba frente a su bajereque, tanto adultos como niños lo veían fijamente, con desconfianza. Crisóforo les sonrió amable, gesto que no fue correspondido, y se dirigió a ellos en tono cordial.

—Buenos días tengan todos ustedes, me llamo Crisóforo Malacate y seré el nuevo maestro del pueblo; quienes quieran aprender a leer y escribir, ya sean niños o adultos, cuenten conmigo.

Nadie abrió la boca, hasta que la voz de una mujer preguntó

—¿Cómo podemos confiar en usted? ¿Cómo sabemos que usted no viene de parte del “Malo”?

No esperaba semejante pregunta, pero contestó rápidamente

—El conocimiento no es cosa del “Malo”, al contrario, es para que ustedes vivan mejor y así sean más buenos de lo que ya son.

No se convencieron por lo que optó por sacar el pizarrón que colgó en medio de dos árboles; fue así

como empezó a enseñar a los habitantes de Zitlala, Guerrero, y una vivencia que nunca olvidaría.

Al trascurrir los días, la sencillez e inteligencia de Crisóforo le otorgaron la confianza de la gente, no sin antes tener que pasar por varias pruebas.

Muchas veces, mientras dormía, le ponían animales en su cama o por las noches hacían ruidos extraños para asustarlo. Pero Crisóforo tuvo paciencia y ésta dio sus frutos; la convivencia cotidiana lo hizo formar parte de la comunidad, si había comida él era invitado, si había que beber mezcal lo bebía, disfrutó de ellos y ellos de su compañía.

Una de tantas tardes, fue invitado a comer a casa de Marcelino, estaba presente también don Pablo. Crisóforo tenía mucha hambre, le trajeron una carne que no se veía nada apetitosa, tenía el aspecto de un zopilote hervido, pero ni modo, no podía despreciar la invitación. Si el platillo se veía feo su sabor era aún peor, estaba casi crudo, sabía a grasa de animal medio muerto, el puro olor provocaba náuseas. Cuando Marcelino y Pablo vieron su cara, le preguntaron:

—Maestro, ¿qué, se siente mal? ¿A poco no le gustó la carne?

—Sí, está muy buena –Crisóforo contestó con el rostro descompuesto por el asco.

—¡Qué bueno que le gusto!, porque ahora vie- ne el guajolote con mole –contestó Marcelino.

Para sorpresa de Crisóforo este platillo estaba bueno y no hubo necesidad de vomitar y con ayuda del mezcal su estómago se asentó.

Don Marcelino comentó que pronto se iniciarían las fiestas del pueblo y agregó algo que descon- certó a Crisóforo.

—A ver este año cómo nos va, ¿cómo se irá a manifestar el “Malo”?

—¿El “Malo”? ¿Quién es el “Malo”? –preguntó Crisóforo.

—Pos cómo que quién es, es el demonio –dijo don Pablo y agregó:

—Segurito usted no cree porque con eso de que sabe leer y escribir piensa que sabe todo de todo. Mire, le voy a contar cómo se manifestó el año pasado, se dejó ver con las Tlanteteyotas.

—¿Quiénes son las Tlanteteyotas? –preguntó in- teresado Crisóforo.

Don Pablo le dijo que eran tres hermosas mujeres que seducían en el río a los hombres incautos y después los ahogaban. Le contó también que el año anterior habían ahogado a un amigo de su hijo y que cuando habían encontrado su cuerpo, tenía unos chupetones en el cuello y arañazos en la espalda.

Crisóforo expresó que seguramente había otra explicación para ese desafortunado suceso, entonces Marcelino apuntó:

—Maestro, nosotros no lo vamos a convencer, usted solito verá cómo se manifiesta el “Malo”.

El joven maestro pensó que se enfrentaba a un mundo de ignorancia y magia alimentada por las tradiciones y mitos, así como por la imaginación de sus lugareños y no le dio mayor importancia a las palabras de sus amigos.

Por fin llegaron las tan anunciadas festividades, el 25 de abril. Zitlala, “el Lugar de las Estrellas”, se vestía de colores y olor a copal; el ritual empezaba con las cruces adornadas, las ofrendas de flores, comida y una que otra gallina revoloteando.

Hacia el final de los rituales que duraban varios días, se llevaba a cabo en la Plaza de San Nicolás, frente al Palacio Municipal, el enfrentamiento de la tigrada: una vez más Crisóforo tenía que pasar otra prueba, don Marcelino y don Pablo le advirtieron que tenía que luchar contra los hombres disfrazados para expiar sus culpas; le explicaron que los adinerados se vestían de tigre con unas máscaras aterradoras que simulaban la cara del animal, se amarraban al brazo una cuerda mojada con agua y sal para que los golpes dolieran aún más.

Crisóforo aceptó el reto. Al ver su valentía, don Marcelino y don Pablo lo exoneraron de la batalla y lo invitaron a que simplemente observara la festividad.

Ese día el sol pegaba directo sobre la tierra árida y quemaba la piel, los hombres vestidos de tigre se golpeaban con fuerza para que sus culpas se diluyeran con el dolor, mientras los espectadores participaban de tal liberación. De entre la multitud se abrió paso un indio, alto, fuerte, atlético, elegantemente vestido de negro, con un sombrero calentano, gabán al hombro y machete en mano, mientras la gente murmuraba: “Ya llegó el Malo”. El hombre caminaba seguro de sí mismo, riendo a carcajadas, con una risa que no era de este mundo, eran como un sonido venido del infierno; mientras lo hacía mostraba sus puntiagudos dientes de bestia que provocaban un ambiente aterrador entre la gente y en el incrédulo Crisóforo.

El hombre de negro corrió a toda velocidad, atravesando la plaza para tirarse un clavado por la barranca contigua; todos corrieron tras él, observaron cómo el “Malo” prácticamente volaba por la enorme zanja de sesenta metros de profundidad y caía de pie como el más atlético de los felinos. Se desplazaba por entre las rocas con una habilidad no propia de los hombres, con su machete cortaba con una enorme fuerza árboles de gran tamaño que se cruzaban por su camino, era un ser asombroso, hasta que después de unos minutos despareció ante la vista de todos.

Crisóforo se quedó sin habla, no podía creer lo que aparecía ante sus ojos, unos minutos bastaron para que cambiara la visión que hasta ese momento había tenido de la vida. Don Marcelino se le acercó:

—Ahora ya vio al “Malo, ¿cómo le quedó el ojo, maestro?

Crisóforo no contestó, al verlo en ese estado de estupefacción don Pablo le ofreció un trago de mezcal. Mientras lo tomaba, el maestro meditó y aceptó la posibilidad de que además de este mundo hay otros en donde habitan seres extraordinarios de los que nos hablan las leyendas; que nunca cesaría de aprender, incluso de la gente considerada ignorante, que siempre habría cosas nuevas que conocer y muchas que quizá nunca podremos entender aunque sepamos leer y escribir.

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