Un rebelde en París

© Fred Calleri

Horacio Toledo

Camino al restaurante iba contando el dinero que tenía en mi bolsillo. Pero las vistas de los puentes que cruzábamos por el río Sena de París me distraían y perdía la cuenta. La arquitectura, los parques, las fuentes bellas con verdadera elegancia ¡todo lo que yo veía era para no estar contando dinero!

“¡Qué diablos!” dije cuando entré en el salón de la Tour d’Argent, “en el peor de los casos, llamo a mi buen amigo que es cónsul para que me saquen de la cárcel”. 

“Allons, c’est très chic ici” (bueno, elegantísimo este lugar), le dije hablando bajito con el mesero,

Ya sentado en mi mesa, saqué de nuevo mi billetera y conté despacio enunciando la cantidad de mis Francos. ¡Eureka!, ¡tenía inclusive dólares!

Para dar una idea del porqué me preocupaba si yo tenía suficientes fondos, el restaurante la Tour d’Argent tiene magnífica fama mundial que data de 1582. Una carta de vinos que proceden de los mejores viñedos de Francia y platos que disfrutaron varias generaciones de los reyes de Francia, así como Napoleón Bonaparte. Con esa hidalguía de la Tour d’Argent y el solo hecho de estar en París había que ser precavido.

¡Me senté en aquel salón lujoso con ventanales que daban vista al Sena y a la Torre Eiffel y de pronto me dieron ganas de hacer alguna maldad! No quise dejarme intimidar por el ambiente tan exquisito ni por los altos precios.

El mesero me entrega el menú y la carta de vinos en el instante que pasa por delante de mi mesa el sommelier, el gran señor experto en vinos, uniformado como si fuera el Conde de Richelieu, con una copa de plata colgando de su barriga y de una cadena también de plata, alto, gordo, imponente y muy seriote. ¡Y sentí repudio por tanta pomposidad!

No obstante, lo llamé y le señalé uno de los vinos más caros que tenían en la lista. Era costumbre permitir saborear el vino antes de traer la botella lo que aproveche para burlarme del pomposo sommelier. ¡Se trataba nada menos que del vino Château Lafite Mouton Rothschild que me dio a probar! Lo olí, le di vueltas en la copita, ¡lo mire a su cara haciendo yo una mueca y lo rechacé!

¡La cara de asombro, disgusto y sorpresa del señor “sommelier” valió la pena hacer mi maldad! No solo su cara, sino que hizo un ruido “umfph” de disgusto que aún gravo en mi mente.

El tiro de gracia fue cuando ordené, después de rechazar su recomendación, de la lista uno de los vinos más baratos. ¡El gordo comenzó a resoplar! Es un recuerdo muy grato saber que yo fui capaz de hacer tal maldad, pero no así el precio total de “l’addition”.

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